El venezolano de por sí siempre ha sido “pantallero” pero, no más sale de nuestra patria entra en “modo maracucho”. Con la vaina de que somos el país más rico de Latinoamérica ingresamos chapeando a cualquier lugar donde llegamos. Les sacamos en cara que “las mujeres más hermosas del universo son las venezolanas”, y eso dicho en un mercado de la Paz o de Cochabamba, bueno hermano, es como para pensarlo. Salimos prepotentes siempre, con lo de nuestras riquezas naturales: que si oro, que si diamantes, que si coltan a unas gentes que tienen llamas, alpacas y vicuñas como única hacienda. Y así cualquiera se alegra al enterarse de que infinidad de damas venezolanas son explotadas sexualmente en los burdeles de Cúcuta o en los lupanares de Cartagena, Bogotá, Quito o Lima, y les resulta entonces, a una cantidad de personas del continente, karma o justicia divina.
En fin “mojoneados” como somos, personas que durante los años de bonanza de la era chavista viajaron consuetudinariamente al extranjero, disfrutando de los dólares subsidiados que les otorgaba el Estado venezolano, ahora despiertan de manera quejumbrosa lamentándose de la suerte negra que están experimentando.
Muchos de los presuntuosos profesionales que emigran desde acá, venden sus vehículos financiados con el Plan Venezuela Móvil, negocian los apartamentos que Chávez les recuperó de una pérdida inminente que sufrirían gracias a los créditos indexados y a las “cuotas balón” y que ahora “cambiando su mama por una burra” viven en barriadas humildes, en las condiciones de las que en Venezuela despreciaban.
Otrora yuppies engreídos, subsisten hoy día de hacer lo que sea, viven amorochados, unos encima de otros, después de haber disfrutado en casa de sus padres de una habitación inmensa, seguramente bien amoblada y para qué, para tener la posibilidad de ir al supermercado a observar estantes repletos de mercancías, de las que voluntariamente se tienen que privar, porque albergan la remota esperanza de ahorrar algunos cuantos dólares para darse la gran vida cuando decidan regresar. Para enfatizar la realidad del “éxodo” de venezolanos, la magnitud de la novísima ola migratoria se ha convertido en una especie de leyenda urbana acerca de la cual la mitad es el resultado de una moda y la otra porción inducida por la necesidad.
Se van porque aspiran alcanzar muchas cosas y en verdad algunos consiguen una vida relativamente holgada pero, muy rara vez -por no decir nunca- logran adquirir el estatus que tenían en sus hogares. Así vemos orgullosos médicos en Miami lavando letrinas o soberbios ingenieros paseando perros en Panamá. Cambian el desarraigo, la discriminación, el racismo, la xenofobia, “por un puñado de dólares”.
La magia del diferencial cambiario convierte en millones de bolívares cada dólar y eso resulta reconfortante. Entonces, vale la pena la aventura de ir a tomarse un selfie en la entrada de cualquier club nocturno de moda o de un restaurant de lujo que no se pueden pagar, camuflando de ese modo las penurias de su actual situación laboral. Así hayan llegado a su destino pidiendo cola, mendigando y pasando calamidades. Cifras trucadas, inventadas o erróneas dejan a estas personas como una arepa frita… con un huequito en el corazón.
Pero carentes como éramos hasta ahora de una cultura migratoria, intentamos desconocer que al salir de Venezuela todos nos convertimos en extranjeros y vanidosos como somos, insistimos en restregarles en la cara a los demás que somos egresados de la ULA, de la UCV, de la Simón Bolívar o de la UCAB, sin tomar en cuenta que para un peruano, un boliviano o un paraguayo eso es chino y peor aún, para el ego de un chileno o de un argentino, compadre eso es menos que una caca de perro sobre la acera. Con esa carta de presentación basada en la soberbia cómo quieren que nos traten.
La búsqueda de nuevos rumbos trae consigo el dolor de dejar atrás los afectos y a eso los venezolanos no estamos verdaderamente acostumbrados. Nuestra fastuosa clase media siente ahora en carne propia el desgarro de irse de su país, pero parecen no entender del todo las diferencias que existen entre estatus y calidad de vida. Acostumbrados como hemos estado hasta ahora al facilismo y a la generosidad del Estado, nuestros compatriotas en el exterior no entienden que la subsistencia en otros países resulta muy costosa, que los servicios públicos tienen tarifas elevadísimas, que han dejado atrás su vida saudita, no comprenden que no salieron en un viaje de placer, que no están de vacaciones sino que se trata de un cambio radical en su existencia, que no se mudan de sus casa sino que deben comenzar de cero en una tierra extraña, adaptándose a nuevas formas de actuar, de pensar, a una nueva cultura.