No fue el fascismo el que derrotó a Baradit ayer, fue el sentido común. Para algunos es más fácil culpar a unos robots que abusan de las redes sociales, que asumir que hay un país cansado de manipulaciones y de imposiciones acomodaticias. Son esas personas las que se rebelan y las que ven, en estos pequeños actos de rechazo, los momentos exactos para vocear su descontento.
Porque las personas, de carne y hueso, se dieron cuenta del engaño de ese profeta y no se dejaron llevar por su arrepentimiento conveniente ni la defensa corporativa de sus adherentes. Se dan cuenta como los aduladores de Baradit son los primeros en pedir las penas del infierno si el infractor es de derecha, pero en su caso guardan un silencio cómplice y lo victimizan cuando cae en desgracia. ¿Cómo olvidar a Fernando Villegas que, sin mediar acusaciones concretas ni evidencias, fue crucificado en la plaza pública y suspendido de todo en menos de un día por un reportaje periodístico, y nadie ha osado escribir una sola línea ni exigir responsabilidad alguna en contra del ícono literario de la izquierda?
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