Una vez estaba tan volado que eché un pollo entero a una olla (estaba congelado y para cocinarlo tenía que descongelarlo ahí mismo y luego cocerlo). La cosa es que, como vivía en una cabaña, la sal y el azúcar los tenía en dos tasas iguales. Cuento corto, le eché azúcar y cocí el pollo dulce. Me piqué y salí a fumarme un cigarro. Cuando entro, mi compañero de cabaña, que estaba igual de volado que yo, cachó que el pollo se estaba hirviendo con azúcar, entonces le echó la taza de sal entera al agua.
Fue el plato de pollo más asqueroso que me he comido entero.