Para salir airosa de alguna forma y no verse obligada a reconocer su absoluta dependencia de patrones extranjeros, la clase dominante decidió apoderarse de gran parte de la cultura popular, haciéndola suya luego de amoldarla según sus intereses de soberbios mandantes. Así, entonces, -y es sólo un ejemplo- “la chilena”, o “la clueca”, fue tomada en brazos por una burguesía que decidió vestirla de patrón de fundo con ropa cara, con elementos que para el pueblo resultaban imposible de adquirir… y la “filarmonizó” (si se me permite parafrasear a Diego Portales), transformándola en una especie de danza elegante cuajada en el caldo de la siutiquería conservadora decimonónica, pero muy distante del traqueteo bailarín lleno de jolgorio y libertad de expresión que usaba el pueblo en las chinganas al momento de salir a traquetear, pañuelo en mano, el recorrido de una zamacueca o ‘chilena’.
Si ella era casi la única expresión de la ‘cultura nacional’ y había sido creada y apadrinada por el pueblo, bien valía la pena entonces robársela a los ‘rotos’ y peones, pero adornándola con disfraces que le resultasen --a ese pueblo- imposibles de adquirir. “Centrinaje” a todo dar.
La ausencia de unidad de criterios en la sociedad local fue forjando, con el paso de los años, un andamiaje proclive a la imitación de cuestiones venidas (o impuestas) del extranjero, y fue así que cada clase social apostó por un modelo externo que se condecía con su propia esencia ‘centrina’. El pueblo, siguiendo las estelas dejadas por el concepto ya descrito en estas líneas, optó por amamantar otras expresiones, extranjeras también, que fueran representativas de sus intereses de clase. De ese modo, corrido, cumbia, salsa y reggaetón, recibieron la corona real de manos del Chile popular. Hoy, patrones y peones, o burgueses y trabajadores, aplican a destajo los requerimientos del más puro “centrinaje”, pues todos dicen lo que no piensan, hacen lo que no dicen, y piensan lo que callan.